14.10.10

la guerra fría

Ha empezado. El campo de batalla es la oficina. El arma: el split.
La temperatura sube a más a 18 grados centígrados y la guerra se desata.
Siempre igual, se divide por sexos más que por territorios o ideologías.
Los hombres insisten con una refrigeración de 17 grados de 9 a 17 horas.
Las mujeres lo sufrimos pero no oponemos mucha resistencia. Cada tanto yo, suspicaz y silenciosa, lo apago o le subo la temperatura. Pero me delata el arma letal, que hace un agudo sonido ante cada cambio registrado.
Me pregunto por qué los hombres dicen tener calor y las mujeres tenemos más frío.
Claro que hay hombres más calurosos que otros, y hay mujeres más hinchapelotas que otras.
Porque aquí en frente tengo el especimen de mujer insoportable, que todo le viene mal, todo lo que prefiere es tan general como indescifrable (quiero comer algo saladito -¡¿algo como qué, querida?!-; pongan música divertida -¡¿cuál es tu concepto de divertido, cuando nada te gusta?!). Ella es la primera en quejarse, y el nombre que surge cuando hay que hacer una comparación odiosa. La aceptamos como es, nos reímos de ella, como nos reímos de cada uno de nosotros en nuestros distintos aspectos personales. La convivencia es posible y amena.
Ahora, la distribución de los escritorios tuvo que ver con el aire acondicionado.
Yo me puse estratégicamente, pero sin alharaca, en un espacio donde el aire no me da directo. Por ende, puedo soportar mejor el gélido viento que inunda el ambiente al poco rato de encender el aparato. Soy un soldado resistente ante el enemigo, pero sin muchas ganas de luchar a campo abierto. Por eso opto por el silencio y trato de que nadie note mis movimientos en esta guerra. Mientras tanto, me atrinchero por estos lados, y si es muy necesario, me envuelvo con la pashmina que tenemos colgada eternamente del perchero.

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