16.11.06

imaginaria y eterna

La extrañó a cada momento y en cada rincón desde el instante en que se hizo aire para dejar de ser eternidad. La buscó incontables veces en todos los recovecos, en todos los cajones, en todos los árboles. La recordó en cada estación del año, en cada ocaso y en cada mañana. En verano necesitaba su alegría y su dulzura, como untada en miel, como salida de un baño de azúcar. Ella entraba atolondrada por la ventana de la cocina para meterse en la heladera y jugar con las hojas de lechuga más tiernas y más verdes; derramar la leche blanca sobre las mesadas, convirtiendo en mar láctico la habitación; untarse de manteca y resbalar por las paredes para luego ir a parar al suelo entre risas y metales. Abría los grifos y la incontenible agua clara salía a borbotones con los cuales ella jugaba a mojarse, a ser líquida. Desde la vez en que se quemó la mano no tocaba los fósforos, y para que él no pudiera encender las hornallas al día siguiente, los desparramaba en las alacenas, dibujando con ellos hombrecitos de madera y pólvora. Entre sonrisas y palabras tranquilas lo despertaba cada mañana, ya limpia y envuelta en jazmines para perfumarlo y para esconderse en su pelo. Cuando llegaba el otoño se volvía incandescente y desaparecía por tiempos aún más prolongados que durante los meses de calor. Llegaba con el cansancio impregnado en la piel, envuelta en mantos de hojas secas, color naranja. Los jueves era imprescindible su presencia pues en remolinos impregnaba la casa de fragancias, escondía sahumerios en los rincones para que a él no se le ocurriera olvidar su olor, y dejaba un rastro de papeles detrás suyo para que él se enterara que no había desaparecido, sino que estaba volando. Luego le sucedía el invierno, la estación más infernal porque ella se volvía distante y helada. Su pelo se convertía en escarcha, blanco hielo, blanca nieve, blanco. Su piel era porcelana pura y sus mejillas apenas destellaban ese color sonrosado al que estaba acostumbrado. Si sus dedos la tocaban comenzaba a derretirse bajo el peso de esas manos demasiado calientes para la piel de ella. No quería ya acostarse junto a él en la cama porque sus pies se endurecían como piedras y lloraban migajas minerales. Evitaba el agua, evitaba el día, vivía nocturnamente, amiga de las mariposas de la noche que la perseguían a dondequiera que iba, y marcaban su estancia en cualquier lugar. Su seña ahora eran estos insectos, que él tanto detestaba porque creía fervientemente que eran presagios mortuorios y cada vez que las veía temblaba durante horas adormecido por la fiebre y el terror a que ella muriera por fin. Intentando no contar las horas, tapando los relojes, cubriendo las ventanas, se consumía en un intento vano de que el tiempo pasara veloz y trajera con la primavera consigo, y de su mano, le devolviera las flores y la vainilla al cuerpo de ella. En septiembre finalmente podía tranquilizarse porque las mariposas eran reemplazadas por pétalos que quedaban esparcidos por el suelo en los atardeceres, y cuando el sol se elevaba al día siguiente, ella los juntaba y hacía mermeladas. Su temperatura y su temperamento volvían a la normalidad con el canto de los pájaros que nuevamente salían de sus nidos para anidar en su cuello o en el arco de su espalda. Cintas vegetales coronaban su cabeza y él no podía más que admirar a la grácil mujer que el viento le había regalado un día hacía ya tanto tiempo. Ella se dedicaba a romper los relojes de arena y armar castillos en su lugar para que él no se diera cuenta que el tiempo con la felicidad pasa más rápido, y durara más el instante tan real del contacto y del amor, porque en primavera tenían lo más parecido al amor que tuvieron nunca. Trataba de eternizarlo, amortiguando los ciclos de la luna y las estrellas, extendiendo los días, despertándolo al alba para comenzar a amarse entre nubes y pasto, bajo sábanas o bajo el cielo. Nunca imaginó que ese mismo cielo que lo amparaba en la grandeza del corazón, podría cubrirlo aún en la más mísera angustia, en la más desamparada soledad. Cuando un día de verano se levantó con los sonidos producidos por las flautas, supo que esa sinfonía significaba el fin, y que ella jamás volvería a su lado. Se convenció de su pérdida, de su abandono y se dejó caer en un abismo que no tuvo final hasta hoy. La casa que tan cuidada mantenían, que siempre olía bien, que era fresca y ventilada, donde abundaban las frutas y los pájaros sin jaula, no fue más objeto de su adoración, sino que empezó a ser odiada por él, que desde temprano se dedicaba a romper las paredes, excavando con sus uñas en la blanca cal, a rayar la madera de los marcos y de los pisos en sus iracundos ataques, a romper todos los vidrios, toda la vajilla y todos los cuadros que tiempo atrás resplandecían en transparencia. El agua natural se infiltró en el edificio para instalar una flora y una fauna característica de un bosque más que de una casa. Una capa de verdín cubrió el suelo sobre el que resbalaba continuamente, sin fuerzas ya para ponerse de pie. Los muebles herrumbrados y astillados no servían sino para contener los helechos y las hormigas que se iban adueñando del lugar mientras él impasible contemplaba como desde afuera su propia decadencia. Los huecos donde antes estaban las lámparas de caireles pasaron a ser madrigueras de mamíferos intrusos que contribuían a desaparecer el último hálito de vida de la construcción, que en otro tiempo fue testigo de la más profunda felicidad, y de la más profunda desesperación. Junto con la casa, él se convirtió en parte de la naturaleza, cuando ya ni se molestaba por alimentarse y cuando su barba creció hasta taparle la cara casi por completo, dejando entrever unos ojos cansados de llorar y secos ya, que no miraban, enceguecidos por la locura. Los lamentos eran inaudibles, eran interiores, eran ecos del pasado. Quejidos y maldiciones, súplicas y gritos ya no salían por su garganta, túnel de armoniosas notas musicales ayer, tumba de su voz hoy. Y la muerte sin embargo se hizo esperar, aunque fuera lo que deseaba con más fuerza por dentro. No fue sino hasta hoy, cuando se dio cuenta que había llegado el momento de terminar con todo su sufrimiento, no fue hasta hoy que él pudo reconocer que había vivido sumido en el delirio y la ilusión de un amor que nunca fue posible y que nunca existió más que en su mente. Así, mientras él moría, moría ella a su lado, ella dentro suyo, ella untada de miel y cubierta de jazmines, ella como había sido amada.

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